martes, 6 de abril de 2010

La Autoestima

Una forma clara de entender el concepto de autoestima es la que plantea Branden (1993), correspondiente a "una sensación fundamental de eficacia y un sentido inherente de mérito", y lo explica nuevamente como la suma integrada de confianza y de respeto hacia sí mismo. Se lo puede diferenciar de autoconcepto y de sí-mismo, en que el primero atañe al pensamiento o idea que la persona tiene internalizada acerca de sí misma como tal; mientras que el sí-mismo comprende aquel espacio y tiempo en que el Yo se reconoce en las experiencias vitales de importancia que le identifican en propiedad, algo así como el "mi".


El punto de partida para que un niño disfrute de la vida, inicie y mantenga relaciones positivas con los demás, sea autónomo y capaz de aprender, se encuentra en la valía personal de sí mismo o autoestima. Hablar de autoestima es hablar de percepciones, pero también de emociones fuertemente arraigadas en el individuo. El concepto encierra no sólo un conjunto de características que definen a un sujeto, si no además, el significado y la valoración que éste consciente o inconscientemente le otorga.
La comprensión que el individuo logra de sí mismo -por ejemplo, de que es sociable, eficiente y flexible- está en asociación con una o más emociones respecto de tales atributos. A partir de una determinada edad (3 a 5 años) el niño recibe opiniones, apreciaciones y -por qué no decirlo- críticas, a veces destructivas o infundadas, acerca de su persona o de sus actuaciones. Su primer bosquejo de quién es él proviene, entonces, desde afuera, de la realidad intersubjetiva. No obstante, durante la infancia, los niños no pueden hacer la distinción de objetividad y subjetividad. Todo lo que oyen acerca de sí mismos y del mundo constituye realidad única. El juicio "este chico siempre ha sido enfermizo y torpe" llega en forma definitiva, como una verdad irrefutable, más que como una apreciación rebatible. La conformación de la autoestima se inicia con estos primeros esbozos que el niño recibe, principalmente, de las figuras de apego, las más significativas a su temprana edad. La opinión "niño maleducado" si es dicha por los padres en forma recurrente, indiscriminada y se acompaña de gestos que enfatizan la descalificación, tendrá una profunda resonancia en la identidad del pequeño.


En la composición de la valía personal o autoestima hay un aspecto fundamental que dice relación con los afectos o emociones. Resulta que el menor se siente más o menos confortable con la imagen de sí mismo. Puede agradarle, sentir miedo, experimentar rabia o entristecerlo, pero en definitiva y, sea cual sea, presentará automáticamente una respuesta emocional congruente con esa percepción de sí mismo. Tal es el componente de "valía", "valoración" o "estimación" propia. En forma muy rudimentaria el niño está consciente de poseer -quiéralo o no- un determinado carácter o personalidad y eso no pasa inadvertido, le provoca una sensación de mayor o menor disconfort. Inclusive, es más factible que él identifique muy claramente el desagrado que le provoca el saberse "tímido", sin tener clara idea de qué significa exactamente eso. Sólo sabe que no le gusta o que es malo.
Sólo en la adolescencia, a partir de los 11 años aproximadamente, con la instauración del pensamiento formal, el joven podrá conceptualizar su sensación de placer o displacer, adoptando una actitud de distancia respecto de lo que experimenta, testeando la fidelidad de los rasgos que él mismo, sus padres o su familia le han conferido de su imagen personal.
Siendo la identidad un tema central de esta etapa, el adolescente explorará quién es y querrá responderse en forma consciente a preguntas sobre su futuro y su lugar en el mundo. La crisis emergente tendrá un efecto devastador si el joven ha llegado hasta aquí con una deficiente o baja valoración personal. La obtención de una valoración positiva de sí mismo, que opera en forma automática e inconsciente, permite en el niño un desarrollo psicológico sano, en armonía con su medio circundante y, en especial, en su relación con los demás. En la situación contraria, el adolescente no hallará un terreno propicio -el concerniente a su afectividad- para aprender, enriquecer sus relaciones y asumir mayores responsabilidades.


Corresponde a la necesidad de saberse alguien particular y especial, aunque tenga muchas cosas parecidas a sus hermanos u otros amigos. La noción de singularidad implica también, espacio para que el niño se exprese a su manera, pero sin sobrepasar a los demás. La condición de singularidad también entraña el respeto que los demás le manifiestan y que será para él un parámetro de la seriedad con que lo consideran. Otra característica, que promueve la singularidad, se relaciona con el incentivo a la imaginación. El hecho de permitirle crear e inventar le sirve para reconocer lo distinto que puede ser su aporte, fomenta su flexibilidad y la valoración de sus propias habilidades.

La ausencia o distorsión de cualquiera de estas condicionantes repercutirá en la manera en que el adulto se verá a sí mismo y a los demás. La carencia de pautas en el individuo conllevará al desinterés, a la desadaptación, a actuar en forma irresponsable y en base a valores difusos. La falta de poder instigará la dependencia, el sentimiento de inferioridad y la inseguridad. Las relaciones que el individuo buscará establecer tendrán una connotación de sumisión y/o arbitrariedad, pues querrá obtener el mayor control al mínimo esfuerzo. El adulto que se vio limitado en su demanda de singularidad, presentará notorias inhibiciones en su contacto social, será poco flexible y exacerbado en su afán de perfeccionismo. La escasa o nula vinculación se manifestará como una actitud de resentimiento, falta de generosidad, narcisismo y/o una marcada desconfianza hacia los demás.
No obstante, estas condicionantes distan de transformarse en reglas. En el fenómeno de la resiliencia, Kotliarenco (1994), plantea que existen casos de niños que a pesar de crecer rodeados de un medio con factores de riesgo social y de vivir permanentemente en situaciones de estrés, logran no adaptarse a los modelos de su medio y, contra todo pronóstico, llegan a tener una vida saludable, alcanzan metas académicas, realización personal y logros económicos. Algunos autores han explicado este proceso con la presencia de una condicionante básica: la afectividad. El hecho de que estos niños reciban cariño incondicional de al menos una persona, puede ser un factor de intervención positiva que altera el curso del desarrollo, protegiendo a estos menores de la agresión ambiental.

En el mejor de los casos, la presencia de las condicionantes en el lecho familiar permitirá un desarrollo pujante que se completará en forma sucesiva -más que simultáneamente- gracias a la cooperación de otros agentes de vital importancia, como son el grupo de amigos o pandilla, las primeras relaciones afectivas con el sexo opuesto, el colegio y otras instituciones o agrupaciones de referencia. Así, al final del proceso encontraremos a un adulto íntegro que reúne una serie de atributos de no fácil detección. En la gestualidad, la expresión y los movimientos de este adulto se observa armonía y felicidad. Los logros y fracasos son expuestos de la misma manera, directa y francamente. Están abiertos a recibir críticas, pues son flexibles y les interesa obtener el mayor provecho de las posibilidades que le ofrece la vida. El adulto con autoestima positiva es capaz de trabajar incesantemente por los objetivos que se ha planteado, es consciente, a la vez responsable de sus actos. En él está presente la espontaneidad, se alegra de recibir expresiones de cariño, mientras que nada lo limita a ofrecer sus propias manifestaciones de afecto.